Por Jorge Macri
Las últimas medidas dispuestas por el gobierno nacional y provincial vuelven a poner en discusión el carácter esencial de la educación en el contexto de la pandemia. Parece que no aprendimos lo suficiente de la experiencia del año pasado y seguimos sin entender que la presencialidad no aumenta riesgos ni multiplica contagios.
Frente al acelerado aumento de casos, la obligación de quienes tenemos que tomar decisiones es hacerlo con la mayor serenidad posible, a partir de datos científicos sólidos y buscando minimizar el impacto negativo que esas decisiones puedan tener. En este sentido, el cierre de las escuelas debería ser –como de hecho sucedió en otros países– de las últimas medidas que debieran tomarse.
La gestión de la pandemia debería sostenerse sobre tres pilares fundamentales: testeos, aislamiento y vacunación. Se requiere un plan integral, algo que no vemos funcionando de manera coordinada. A esa falta de integralidad se suma el fracaso de una campaña de vacunación sin vacunas que, encima de escasas, terminan en brazos equivocados en vez de llegar lo más rápido posible a quienes realmente las necesitan.
Del análisis de los casos detectados surge un descenso en la edad de los contagiados. Sin embargo, el impacto en los chicos en edad escolar es bajísimo. ¿Por qué, entonces, cerrar las aulas si no es ahí donde se contagian?
Sabemos que la falta de conectividad es un gran obstáculo para el proceso de aprendizaje. Pero también lo es la enorme desigualdad social de millones de niños y adolescentes, de los cuales 6 de cada 10 son pobres, viviendo en hogares sin agua potable ni cloacas. Eso hace que las escuelas sean lugares más seguros si hablamos de prevenir contagios. Y ni qué decir si pensamos en la salud emocional y el rol de contención socioafectiva que brinda la escuela, el contacto con otros compañeritos y los maestros que, recordemos de paso, han tenido prioridad en el plan de vacunación.
El desconocimiento de la realidad o la falta de ideas puede convertirse en un obstáculo aún mayor a los que ya mencionamos. No podemos darnos el lujo de repetir errores. Las escuelas cerradas no solucionan ningún problema, sino que, por el contrario, los agravan. Necesitamos recuperar los ámbitos de diálogo y, en el respeto de la autonomía y las responsabilidades compartidas, encontrar soluciones flexibles y creativas.
Suspender la presencialidad es una medida equivocada. Eso no nos exime de respetar las normas, de extremar los cuidados ni de proponer, por las vías que correspondan, alternativas mejores para frenar las consecuencias de una mala decisión, resultado más bien de una pulseada del gobierno que fracasó en la gestión de la pandemia y vuelve a ceder inexplicablemente frente a las presiones de un sector gremial minoritario.
Desde el rol que me toca, voy a hacer todo lo posible por sostener la presencialidad en las aulas. Estoy convencido de que es el lugar donde los chicos tienen que estar. Tenemos que escuchar más que nunca la voz de los padres y madres, la de los expertos en pediatría, pedagogía y psicología infantil, la de los propios chicos y chicas que no andan pasándose el barbijo entre ellos, sino que quieren que nosotros, los adultos, no les robemos el futuro y los dejemos crecer en libertad y responsabilidad.